Maritza y Maribel: las albinas perseguidas por la pobreza y unidas por el amor quieren una casita

El Día de la Madre su vida dio un giro porque las cámaras las enfocaron: Maritza contó sus sufrimientos, Maribel mostró su encanto. Quieren una casita para continuar su historia de amor.

Maribel compensa con su ternura la vida de violencia y abandono que su mamá Maritza enfrentó para estar con ella.

En la bandeja que sale de la ventana de ese quiosco metálico con el piso de tierra, oscuro y ófrico, que se encuentra en la calle 51 de Chasquipampa,  Maritza Mamani acomodó una tira  de bolsas de papás fritas, otra de limones y un amarro de eucalipto; es su mercadería, junto a las mandarinas y naranjas que tiene en un cajón que ubicó al pie del anaquel y vende por raleo. Ese mismo quiosco fue hasta hace poco también su vivienda,  donde paso días y noches sin salir. Temerosa y asustada no tenía a dónde ir, pero tampoco lo necesitaba porque pegada a ella estaba su consuelo,  su refugio y su razón para resistir: Maribel, su hija de cuatro años, albina como ella.

La pequeña  Maribel en la calle del mercado de Chasquipa.

Su pequeña de pelo blanco marfil, recogido en dos diminutas trenzas y de  piel rosada revolotea a su alrededor, como una mariposa pálida. Pasa de brazo en brazo de las mujeres que venden en el piso, cerca al quiosco de Maritza,  en la acera de la cuadra donde está el mercadito 21 de Noviembre de Chasquipampa.  Jugando no deja de sonreír y se enreda en abrazos con los otros niños que están en el lugar, acompañando a sus madres en la venta.

Maritza sentada  al lado de su quiosco en Chasquipampa.

“Esta pobre Maritza sufre mucho; nosotros la conocemos desde que llevaba a la Maribel en brazos, bien pequeñita. Por todas partes iba vendiendo, era ambulante, pero siempre con su wawita, nunca se separa de ella; en ese quiosco vivían las dos”, afirma una de la vendedoras  sentada en el piso con la espalda apoyada a la pared, esperando a los compradores para sus bolsitas de coca.

Maribel juega  con sus amiguitos en la calle.

Cuentan que una mujer se compadeció de la joven, se le acercó y le comentó que en Ullau Ullau, una zona que se encuentra al final de Ovejuyo (a unos 20 minutos en minibús desde la 51 de Chasquipampa y otros 20 a pie)  había un cuarto en alquiler. Pedían 250 bolivianos al mes, le rebajaron a 230. Le quedaba un poco alejado, pero le era más fácil lograr ese monto vendiendo en el  anaquel que alcanzar a los 500 o 800 bolivianos que le pidieron en otros lugares. Para entonces Maritza había cambiado de rubro, de vender dulces pasó a ofrecer frutas, pero lo hizo sin hacer los trámites correspondientes ante la Alcaldía, lo que algunas comerciantes utilizaron para atemorizarla, amenazándole con denunciarla. Por eso, había días en que la joven no salía del quiosco y se quedaba escondida con su pequeña, por temor a ser detenida.

Maritza  (centro) y Maribel con las mujeres  que saben su historia.

“A la niña y a mí no nos llama la atención la comida; pueden pasar hasta tres días y no tenemos ganas de comer. La Maribel nunca pide comida, yo le doy casi a la fuerza, ¿será algún problema de salud por nuestra condición? ¿Alguien nos podrá orientar?”,  interroga la joven mamá albina. Tiene 22 años. Cuando tenía 18 tuvo a Maribel. La niña nació blanca y suave, como un copo de algodón. Todos -incluido su padre- la vieron con admiración y gusto, pero a los días nadie se acordó,  de ninguna de las dos. Maritza tuvo que recuperarse sola del parto.

“Maribel era blanca como yo, cuando nací”, dice la mamá de pelo blanco marfil   pero que ella tiñó de negro. “Yo llamaba igual la atención en mi pueblo, pero me daba vergüenza porque me decían que parecía una abuelita por mi pelo blanco, por eso me tapaba hasta la cabeza y no quería salir ni a la calle; mi mamá me insistía y me decía: ‘¿Qué hacemos hijita si Dios te mandó así?, ¿de qué tienes vergüenza? Yo me siento muy orgullosa por  lo linda que eres’. Así me animaba a salir”, añade.

La joven tiene la tez rosada y unas pestañas blancas que no dejan ver sus ojos en un intento ya vano de protegerlos de la luz, porque prácticamente perdió la totalidad de la visión. Nació albina, blanca de pies a cabeza, porque su organismo no produce la melanina,  la pigmentación que da  el color a la piel, al cabello y a los ojos, a los que también protege del sol. En su pueblo, Villa Macamaca, en Ancoraimes,  le dijeron que hacía muchos años, en las haciendas del lugar, habían hombres y mujeres igual de blancos como ella. Sin tener la información adecuada sobre su condición y los cuidados que debía tener, la luz del sol causó estragos en los ojos de la niña, que a los 15 años había perdido gran parte de la vista.

Haciendo un gran esfuerzo, sus papás lograron trasladarla a La Paz e inscribirla al Instituto Boliviano de la Ceguera para que aprendiera a “valerse por sí misma”. “Aprendí a leer en Braille”, cuenta. En el lugar también encontró el amor del que nació Maribel. Esa parte de su historia le dejó un amargo sabor, porque el amor que le juraron no tardó mucho en transformarse en maltrato, humillación  y abandono.

“El padre de mi hija se separó de mí, prácticamente me obligó a aceptar la separación; me agredía”, cuenta. Al verla frágil, con problemas de visión y desprotegida, intentaron separarla de Maribel, pero no lo lograron. Dejó la casa donde era maltratada para casi ciega luchar por estar con su hija. “Ella no tiene por qué sufrir, además, quien la tenga la va a querer un rato, no como yo, su mamá, que la voy a amar siempre. Además es mujercita y no separa de mí”, dice.

“Cuando crezca le voy a contar cómo fue nuestra vida, lo que andábamos juntas, siempre juntas. Ella es como mi pareja, mi hermanita, mi amiga; es como mi ropa, mi joya. El amor que le tengo es único, sin ella no sería gente”, añade emocionada.

A sus cuatro años, Maribel conoce muy bien a su madre y advierte de inmediato sus emociones;  apenas la ve triste se acerca y la consuela cuando la ve llorar; la abraza y con un “mamá no llores”. Canta, baila y gira para ella. “Esta wawita es bien particular”, comenta otra de las vendedoras que todos los días observa las penurias de Maritza, pero también las alegrías que le da Maribel.

“La Maribel tiene un carácter bien fuerte, a veces es voluntariosa y grita, ojalá cambie; yo le recomiendo que no sea así; pero a veces también pienso que si es callada y humilde como yo se pueden aprovechar de ella, como lo hicieron conmigo; pero, pensándolo bien, prefiero que sea humilde y no haga daño a nadie”,  confiesa la mamá albina.

El 27 de mayo, Día de la Madre, la vida de Maritza y Maribel dio un giro, cuando, muy temprano,  los periodistas de Unitel llegaron a su quiosco para llevarla al canal. La joven se asustó porque pensó que se estaba cumpliendo las amenazas de  algunas de las comerciantes y que venían a detenerla. Pero no, se trataba de un agasajo para ella en el set de la televisora, donde contó su historia, sus días de sufrimiento y de necesidad, y Maribel, con todo el encanto y picardía que desborda, conquistó a los que a esa hora veían el canal. Las imágenes y la historia de la mamá e hija albina conmovieron incluso a las autoridades y desde entonces la ayuda no ha parado de llegar para ellas. Alimentos,  lentes   para proteger sus frágiles ojos, electrodomésticos, ropa (unas elegantísimas paradas de chola paceña  para las dos) e incluso un pequeño horno industrial.

Maritza está muy agradecida, Maribel no se entiende de la alegría al ver tantos juguetes que le llegan; juega con uno y otro en el piso de tierra de la acera donde está el quiosco de su mamá; pero ambas tienen una necesidad mayor: una vivienda a donde llevar toda la ayuda que reciben y, por supuesto, el pequeño horno.

“Lo que quisiera es una viviendita, aunque sea en la punta del cerro o cerca del río, de  50 metros de terreno, no importa, en una carpa puedo acomodarme con la Maribel, sólo quiero un terrenito; ahí podría llevar ese horno y comenzar a trabajar”, pide Maritza.

Ese casita también le servirá para continuar viviendo su historia de amor con Maribel, está ilusionada y dispuesta a cerrar el triste capítulo que le tocó vivir. “Ya no quiero mirar atrás, quiero seguir adelante con mi hija, mi  joya”, afirma.